martes, 1 de noviembre de 2011

Entrevista con China Mieville




El último año fue significativo para China Miéville. The City and the City le ganó el Arthur C Clarke Award, el más importante premio de la ciencia ficción, por una tercera vez sin precedentes y también obtuvo aplauso de la crítica general. Publicó Kraken y su nueva novela, Embassytown, estaba en preparación. Marcó el año con un tatuaje en todo el brazo de un “calaverulpo” (skulltopus), una sonriente calavera envuelta en vibrantes tentáculos, una imagen creada como homenaje a las diferentes tradiciones de lo extraño y lo fantástico de las que brota su imaginación.
Miéville siempre ha exhibido sus influencias en su manga –Lovecraft, Peake, la ciencia ficción clásica y de nueva ola, la fantasia, los comics y los juegos de rol Dungeons and Dragons que jugaba cuando niño–, pero desde el comienzo sus libros combinaron este amor por el género, geeky (de fan) en su entusiasmo y académico en su profundidad, con una ambiciosa sensibilidad literaria. Embassytown, publicada este mes, lleva esa ambición a un nuevo nivel. Investigación sobre el shock cultural y los lazos entre lenguaje y pensamiento, es la historia de un planeta retrasado colonizado por humanos, cuyos intentos por comunicarse con los extraterrestres “Hosts”, que no poseen la idea de mentir, resultan muy mal. Pero mientras las implicaciones metafísicas de criaturas para las cuales no hay diferencia entre una palabra y su referente remiten a la filosofía lingüística de la posguerra, Wittgenstein y más allá, la idea original era la de un extraterrestre de dos voces y llegó a Miéville cuando tenía 11 años. “Tengo una increíble fidelidad a mis obsesiones, una forma mejorada de decir una negación a madurar”, dice. “Recientemente encontré un libro de ejercicios en el que escribí un esbozo inicial de lo sería Embassytown un cuarto de siglo más tarde. Es increíble en qué medida estas cosas no cambian”.
Miéville nació en Norwich en 1972, pero se mudó a la capital cuando era pequeño, después de que sus padres se separaran. Sus primeros recuerdos son de Londres, que domina su trabajo: “Siento que Londres me habita desde una edad muy temprana, tanto como viceversa”. Todavía vive en el mismo pedazo del norte de Londres donde creció con su madre, una maestra, y su hermana menor. Su padre murió cuando Miéville tenía 19 años; después de la separación, sólo lo vio un puñado de veces, que le dejaron recuerdos “raros y que me confundían”.
Las pasiones de Miéville cristalizaron pronto: “Desde que tenía dos años, amaba los pulpos, los monstruos, los edificios abandonados. . . A uno le preguntan, si está en el tipo de cosa en que estoy, cómo te metiste, y mi respuesta es siempre: ¿cómo saliste vos? Si ves una clase de chicos de seis años, todos están leyendo sobre brujas y extraterrestres y naves espaciales y hechizos”. Escribió cuentos y poemas siendo niño, y recuerda “pensar concientemente ‘oh, quizás pueda dedicarme a esto’ cuando tenía 13 años”. Más tarde, “comprendí qué afortunado tenías que ser. Nunca tuve una fe irracional en que esto sería lo que ocurriría”.
Cuando su madre se mudó fuera de Londres, Miéville obtuvo una beca como pupilo en la escuela pública Oakham, donde pasó un par de “años muy infelices “. Después de un año de bache en Egipto y Zimbabwe, obtuvo una plaza en Cambridge para estudiar literatura inglesa, pero al hallar la enseñanza “más bien hermética y abstracta” se cambió rápidamente a antropología. Fue en ese punto en que, intelectual y políticamente, Miéville entró en su terreno. De joven, se había involucrado en las campañas de CND y anti-apartheid; ahora, formalizó su opción por la izquierda con la adopción del marxismo. Siguió una maestría en Derecho Internacional en LSE y un año en Harvard.
A menudo se pregunta a Miéville dónde se cruzan su política revolucionaria y su construcción de mundos fantásticos, pero es muy cauteloso antes de hacer conexiones demasiado fuertes entre ambas cosas. “No estoy interesado en la fantasía o la ciencia ficción como planos utópicos, esa es una idea desastrosa. Hay una suerte de lazo en términos de alteridad… Si uno piensa en los surrealistas, el extrañamiento que intentaban crear era un acto político. Hay alguna sopa compartida en algún lugar de mi cabeza donde cuchareo ambas cosas”.
Su primera novela, King Rat (El Rey Rata), publicada en 1998, era una versión alterada de la historia del Flautista de Hamelin, situada en el mundo de los clubes de Londres, con bajo y batería maldiciendo a través de su prosa. Miéville se siente ahora “extrañamente, afectuosamente avergonzado” por su pose arrogante. La novela se puede leer como un manifiesto de sus obsesiones: Londres, tanto la de todos los días como la arcana; una sensibilidad política radical; y una determinación a resistir los tópicos estándar de la fantasía en los que se siguen misiones, los elegidos completan sus destinos y el mal es derrotado. Iain Sinclair, uno de los héroes de Miéville, encontró en ella una “genuina contribución a la mitología subterránea de Londres”; su madre, leyendo esta historia de maduración en la que las figuras paternales son defenestradas o resultan ser ratas gigantes, observó: “¿Mucha búsqueda del padre perdido?”.
Había estado trazando el mapa del universo alternativo de Bas-Lag por diez años antes de que Perdido Street Station (La Estación de Calle Perdido), un bloque de 900 páginas de fantasía barroca, fuera publicada en 2000. Es un extraordinario mundo que se extiende, impulsado por magia y tecnología steampunk, poblado por humanos, gente-cactus, insectoides, razas anfibias y aéreas, chorreando mitos y monstruos y amenazado por régimenes represivos. Michael Moorcock lo compara actualmente con Gormenghast. “Lo que distingue el mundo inventado de China es la complejidad y el detalle que le da –y la verosimilitud de sus personajes, sean humanos o bichos gigantes”.
En el centro está Nueva Crobuzon, “un coágulo de todas las ciudades que amo en la realidad pero también en la ficción. Londres aparece más que cualquier otra ciudad, pero el Londres literario y refractario tanto como el Londres real… Alguna gente trabaja rigurosamente en un casi darwiniano intento de crear mundos en la fantasía. Yo quería un rigor por detrás, pero empezar con una mescolanza”. Dos tomos aún más gordos le siguieron: The Scar (La Cicatriz), una aventura marítima picaresca en la que la ciudad en el corazón del libro es una comunidad flotante de naves amarradas juntas por piratas; y Iron Council (El Consejo de Hierro), un western con subtexto político en el que un tren secuestrado por revolucionarios se lanza a lo desconocido.
Mientras escribía las novelas de Bas-Lag, Miéville también había estado trabajando en un doctorado en filosofía del derecho y continuaba su activismo de base. En 2001 fue candidato de la Socialist Alliance, y obtuvo poco más del 1% de los votos. “Después del primer gobierno del Nuevo Laborismo, se había vuelto muy claro qué tan duro estaban tironeando al Laborismo hacia la derecha. Era muy importante para nosotros presentar una agenda alternativa”. Diez años después, dice, “encuentro la coyuntura política tóxica, vil y realmente indignante. Pero no creo que haya una contradicción entre ser optimista en política y pensar que vivimos en realmente un mal momento. Todo lo contrario”.
Los libros de Bas-Lag colocaron a Miéville en la primera línea de un grupo de escritores que combinaban elementos de la ciencia ficción y la fantasía con el horror y el pulp, para lograr lo que fue entusiastamente etiquetado como New Weird (Nuevo Extraño): visiones oscuras, urbanas, políticamente conscientes, que rechazaban explícitamente la veta consolatoria y escapista establecida por Tolkien. Para muchos, la fantasía es tipificada por El Señor de los Anillos; Miéville acumuló una furia contra la “pomposidad wagneriana” de Tolkien, “su estrechez de mente y su amor reaccionario por los estatus-quo jerárquicos”, y lo considera “el grano en el culo de la literatura de fantasía” y decidido a “pinchar la pústula”. (Recientemente ha suavizado su posición, en no menor medida porque comenzaron a “pedir en las convenciones que haga ‘lo de Tolkien’, así que he tratado de cerrar la boca al respecto”).
Miéville se volvió “un ejemplo de un momento”, admite ahora. “Para gente que no conoce el terreno, me volví conocido como un atajo de algo interesante que ocurría. Te engañás a vos mismo si pensás que todo se debe a tus innatas y maravillosas dotes”. Sin embargo, desde el principio de su carrera, también la corriente literaria principal le prestaba atención, aún si a veces era sólo para descartarlo. Para su número de 2004 sobre los Mejores Novelistas Jóvenes Británicos, el editor de la revista Granda, Ian Jack, registró a Miéville como “un extraordinario escritor de fantasía oscura”, pero no llegó a incluirlo en la lista.
Desde la época en que Miéville comenzó a escribir, el esnobismo y las divisiones que asolan las discusiones de género han empezado a debilitarse, como también las líneas entre ellos. “Aunque los géneros pueden ser fantásticamente insulares, hay un montón de excitación tanto dentro como fuera cuando las cosas realmente sangran. Ocurrió con el cyberpunk, y a principios de los 70 con New Worlds. Estamos en un bastante buen momento, donde hay mucho de intercambio y de apertura mental”. Aunque Miéville se siente frustrado por “el interminable, como un dolor en el culo, lamento explícito del género de que nadie nos toma en serio”, admite que aún continúan las miradas despreciativas. “’¿Cuándo vas a empezar a escribir literatura en serio, leer literatura en serio?’… ¿Cuándo fue la última vez que el London Review of Books hizo un artículo sobre la increíble cosa de vanguardia que está ocurriendo en la ciencia ficción?”.
Un reciente desarrollo en el debate sobre géneros es la creciente discusión sobre la “lit-fic” como género en sí mismo. Como John Harrison, otro de los héroes literarios de Miéville, escribió recientemente en su blog (en ingles), “Cuanto antes la ficción literaria (lit-fic) reconozca y acepte su identidad genérica, antes podrá recibir ayuda”. Miéville concuerda de corazón: “Amo los géneros; creo que son fascinantes. Mi cuestión con la lit-fic no es que sea un género sino que a) no cree que lo es y b) cree que es ipso facto mejor que todos los que son géneros. La ficción literaria de ese tenor –insular, hermética social y psicológicamente, neuróticamente auto-congratulatoria en cierto ambiente, disociada de cualquier extrañamiento o fricción estética a contrapelo— está en mal estado”. Miéville señala a la novela Saturday (Sábado) de Ian McEwan, situada alrededor de una marcha contra Irak en 2003, como el”momento paradigmático en la crisis social de la lit-fic “.
“A principio de los 2000, hubo un increíble florecimiento del enojo y la excitación… Me parece que Saturday, más bien de forma díscola, dijo ‘ok, ustedes nos acusan de una obsesión neurótica con la insularidad y un cierto ambiente. Voy a tomar el acontecimiento político más extraordinario que ha ocurrido en Gran Bretaña en cualquier cantidad de años y, obstinadamente, voy a interiorizarlo y despolitizarlo con cierto tipo de prosa límpida… Era una novela combativa que fue al encuentro de la sensación de que había una crisis y negó esa crisis mediante su absoluta fidelidad a cierto tipo de tópicos genéricos”.
Después de una novela infantil, Un Lun Dun, basada en un fantástico Londres alternativo, The City and the City (2010), un enigma existencial en torno de un asesinato ubicado entre dos ciudades opuestas del Este de Europa que ocupan el mismo espacio físico, jugó con una nueva tradición de género: el policial. “Lo gracioso es que para ser mi libro menos fantástico, nació de una idea muy de género: una ciudad habitada por dos especies diferentes, uno de ellos un grupo de gigantes que tenían un tamaño tres veces más grandes que los demás. Debías tener una concatenación de edificios completamente diferentes en la misma ciudad. Eso me llevó a pensar acerca de las ramificaciones políticas de dos comunidades completamente diferentes viviendo juntas. Lentamente, lo fantástico empezó a desangrarse y quedó lo sociopolítico”.
La novela provocó comparaciones con Kafka y Philip K Dick por su exploración de la autoridad arbitraria y la desorientación individual, y ha sido leída como una alegoría sobre ciudades divididas como Jerusalén y Berlín, así como la cotidiana ceguera voluntaria de la vida moderna. Margaret Atwood consideró al libro como “una metáfora intrincadamente detallada de cómo vivimos hoy –ignorando lo que está justo enfrente de nosotros pero permanece ‘invisible’ porque elegimos no verlo”.
El libro había sido concebido como una novela policial en parte como un regalo para su madre, fanática del género detectivesco. Miéville escribió el primer borrador a lo largo de la larga enfermedad de ella, primero con cáncer de mama y luego con leucemia, un extraño efecto colateral de la quimioterapia utilizada para tratar aquel. Su muerte, en 2007, a la edad de 58 años, lo golpeó muy duro.
Si The City and the City marcó una nueva dirección, con una prosa más parca y un tono más sombrío, Kraken, publicada poco después, “se sintió como el fin de algo”. Miéville describe el libro, una tumultuosa mezcla de tradiciones de Londres, cultos mesiánicos y bromas internas de la cultura pop, como “un intento de canalizar una suerte de indisciplinada, agradable exuberancia que sentí que había estado abandonando”. El libro se abre con la desaparición de un gigantesco calamar del Museo de Historia Natural. “Realmente hay un calamar gigantesco preservado allí. Cuando escuché que lo tenían, perdí completamente la cabeza, como fanático de los cefalópodos. Lo sentí como un mito embotellado en esa habitación. Así de impactante”. Comenzó con el calamar, pero enseguida “se sintió mucho como un homenaje a todo aquello en lo que podía pensar. Es probablemente el libro más caprichoso que podría escribir”.
Embassytown es una bestia mucho más limpia, más alineada con la corriente: Miéville sabía que, esta vez, quería crear un universo de ciencia ficción para dar un vehículo a sus ideas sobre la lingüística. También se ha dirigido a elaborar una sensación del choque de culturas reteniendo información antes que haciendo espuma con descripciones barrocas. “Una de las cosas que me gusta acerca de la ciencia ficción es no saber qué está pasando. Nada quebrará mi teratofilia (Ndt: amor por los seres monstruosos), y no quiero que parezca que estoy abandonando a los monstruos, pero es muy deliberado que en el libro las descripciones de los extraterrestres sean muy nebulosas. Se trata de meterse en las palabras mismas, dado que todo el libro es acerca del lenguaje y la significación”.
Además de ser “neuróticamente acerca del lenguaje”, arrojando un montón de bromas sobre la academia y la lingüística, Embassytown es un sincero homenaje a sus predecesores en la ciencia ficción. Miéville insiste en que “nunca renunciaría a mi tradición de género. Ocasionalmente, la gente dice ‘pero vos no sos realmente ciencia ficción, te estás escapando del género’. ¡No, realmente! Sé que está dicho con buenas intenciones, pero prefiero ser un conducto que una excepción”. Para Miéville, como para los fanáticos y críticos del campo de la ciencia ficción, el género es donde se encuentra el pulso de la literatura –las ideas, la emoción. “El proyecto del realmente, el nombre mismo, muestra que no es simplemente desmesurado, es absurdo, ridículo. ¿Qué parte? ¿Sobre qué parte estás siendo realista?”. Cada vez más, Miéville es un lugar para esperanzas de los críticos. Ursula K Le Guin confía, con toda tranquilidad: “Cuando gane el Booker (Prize), toda la estúpida jerarquía colapsará; y la literatura será mucho mejor por ello”.

Publicado originalmente en El Puercoespín.


La apariencia de China Miéville es una parte clave de su aura: alto y fortachón, con la cabeza totalmente rapada y cinco aros grandes en su oreja izquierda, podría bien ser un personaje de sus propias novelas. Recientemente agregó a su imagen corporal un tatuaje grande y colorido en su brazo derecho. Es un monstruo inventado por él mismo llamado skulltopus, un híbrido entre un skull (calavera) y un octupus (pulpo). Como muchos de los monstruos en el mundo de Miéville, el skulltopus es un maravilloso y grotesco invento que satisface a nivel visual, pero también tiene un trasfondo teórico.

En una entrevista por correo electrónico con Miéville (que se encontraba en Boston, promocionando su nueva novela, Embassytown), comenzamos por una pregunta frívola:


¿Nos podrías contar sobre tu nuevo tatuaje?

Es un homenaje a las dos tradiciones de lo fantástico al cual yo me adhiero. El weird [raro] simbolizado por el pulpo y lo Hauntological [una palabra compuesta inventada con la raíz haunt, atormentar o embrujar. ed.] simbolizado por la calavera.

Los considero tradiciones contradictorias que tiran en direcciones diferentes, por lo tanto el skulltopus es una combinación imposible.

Una versión más larga a esta pregunta que explica el tatuaje, se puede encontrar en un ensayo que escribí y que está on line en el siguiente link: http://blog.urbanomic.com/urbanomic/pub_collapse4.php


Hemos estado siguiendo tu blog, rejectamentalist manifesto. ¿Por qué comenzaste a bloguear? ¿Qué función cumple en tu rutina como escritor?

Un lector me regaló el url insistiendo que lo usara para hacer algo. Inicialmente estaba nervioso, pero luego me interesó mucho. ¿Qué función cumple? No lo sé. No tiene ningún lugar en mi rutina, porque no tengo tal cosa. Espero que termine siendo algo propio, irreducible a otra cosa; que tenga un genio y curiosidad propia y vívida y que no sea nada más que el rejectamentalist manifiesto.


Tu reputación se está agigantando merecidamente. ¿Deseas ser famoso? ¿Temes por el efecto destructivo de la fama?

Me siento increíblemente afortunado. Lo único que podría realmente desear es poder escribir a tiempo completo, pagar mi hipoteca con la escritura, y estoy logrando hacer esto. Nunca me olvido de lo extraordinario que es esto. Seguro que codicio, o por lo menos quiero, que me lean tantas personas como sea posible. No creo que codicio la fama como una cosa en sí, pero sí quiero que mucha gente lea los libros.

Hay otros beneficios que son agradables, como tener una plataforma para hacer públicas mis opiniones políticas o de otra índole; y que la gente preste algo de atención. No diría que sea destructiva, lo positivo pesa muchísimo más que lo negativo. Sin embargo, hay aspectos negativos. Las críticas y las expectativas son unas de ellas. Pero sería absurdo y desagradecido de mi parte quejarme. En el mejor de los casos un lectorado más grande le podría obligar a uno mejorar su escritura. Espero que sí. Trabajo con muchas ganas y quiero seguir haciéndolo.


¿Desesperas por la humanidad? ¿Todo esta bastante sombrío?

De ninguna manera. Por cada momento sombrío y desesperante —y en el Reino Unido las cosas están tóxicas y desagradables, a un nivel político, como lo están en tantos otros lugares— hay también, por ejemplo, la plaza de Tahrir. Ese espíritu ahora es como un Bacillus rojo hacía España, y celebro esa infección.

Como pasa muchas veces en estos momentos cuando las cosas están horrorosas, hay muchas cosas inspiradoras. La valentía de los que han cambiado el maligno mundo de la política me deja anonadado. Políticamente soy un optimista. Y no hay contradicción en combinar ese optimismo con la sensación de que vivimos en lo que son, en muchos lugares, tiempos desagradables.

Pero las cosas nunca son de una manera u otra. Se extiende tiesamente con contradicciones políticas. Este es el motivo por el cual los eventos suceden tan precipitada e inesperadamente; y por qué inspiran tanto. Sería zonzo estar relajado políticamente. Estoy muy preocupado y creo que con razón. Pero sería rendirse a la repetida difamación de la humanidad estar sin esperanza y excitación. La desolación y la resistencia parpadean en superposición.


¿Hay un gran trabajo secreto delante de ti? ¿Un Moby Dick o un Finnegans Wake?

Si hay una obra secreta, gran o no, y lo revelo, ya no será una obra secreta. Y con ese cambio de su naturaleza la traicionaría, ¿no cierto? Entonces espero que me perdones, pero tu pregunta contiene la respuesta negativa dentro de ella. Tengo planes. Eso es seguro.


Publicado originalmente en Clarín

Will Self-El mundo




1. EL MUNDO

No carecería de lógica la esperanza de ser capaz de seguir adelante y, tras haber caminado por el mundo, satisfacer mi ambición de recorrer a lo largo la isla de Inglaterra, una de las trescientas que componen este extraño archipiélago artificial. Para empezar, yo no había andado todo el camino desde la casa de Jim Ballard en Shepperton (exceptuando el vuelo entre Heathrow y el aeropuerto internacional de Dubai), sino que habían sido los áridos páramos de Tiger Woods los encargados de minar mi determinación, mientras el desenfadado aniversario del Divino Profeta me había trastocado la agenda. La verdad es que me divertía la ironía de que a un judío anglicano como yo se le negara el acceso a un simulacro de mi tierra natal englobado en un festival musulmán: eso colocaba no sólo al Mundo, sino también al mundo, en la perspectiva adecuada. Pero no iba a ser ése el obstáculo definitivo, sino la simple ausencia de un lugar para bajar a tierra.

Anna, la chica que se encargaba de las relaciones públicas de Nakheel, una empresa subsidiaria de las construcciones del jeque Mo, se moría de ganas de ayudarme, pero cuando llegamos al Mundo nos encontramos con que el malecón había sido enviado a Alemania. En 2006, Richard Branson, el magnate de los refrescos y los condones, había plantado la bandera en Inglaterra como parte de una campaña publicitaria destinada a «celebrar» el inicio de los vuelos directos de Virgin Airways entre Londres y Dubai. Más recientemente, Piers Morgan, el egregio ex director del Daily Mirror que había sido lo suficientemente tonto como para comprar fotografías trucadas de militares torturando a presos iraquíes (cuando había tantas auténticas dando vueltas por ahí), también había puesto los pies en Inglaterra para un documental televisivo que estaba filmando.

Probablemente, yo carecía de la influencia necesaria para que me pusieran una pasarela, pero la verdad es que no quería armar mucho barullo porque, francamente, ya me parecía todo un logro haber conseguido llegar al Mundo. Tampoco había hecho el menor esfuerzo para ocultarle a Anna mi identidad, ni aquello acerca de lo que pensaba escribir, por lo que suponía que ella no había hecho los deberes muy a conciencia o que sus jefes habían pensado que dejarme expandir información negativa sobre ellos siempre sería mejor que impedirme la entrada.

Personalmente, si llego a estar en la posición de Nakheel, me hubiera prohibido a mí mismo acercarme a ese demencial ejercicio de miniaturización, pues se trataba de una perita en dulce para cualquier humorista. Yo hubiera enviado unos acorazados pequeñitos para hundirme o unos mini submarinos que me torpedearan. La situación me recordaba la columna sobre Psicogeografía que había escrito tras pronunciar un discurso en vistas a recaudar dinero para una organización caritativa llamada Niños de la Guerra en la Real Corte de Justicia de Londres. La cosa consistió en una cena organizada por la revista de economía Euro Week para los agentes de bolsa de la City, y durante mi relato acerca de la violación de una niña afgana de trece años, más su consiguiente encierro y tortura por haber cometido el «delito» de «adulterio», los ya cocidos bolsistas no habían dejado de darle con ganas al Chateau Petrus.

Evidentemente, les puse verdes, tanto en persona como en el papel. Sin embargo, no fueron los bolsistas los que intentaron demandarme por libelo, sino los picajosos caritativos. Yo había dicho en mi artículo que creía en el trabajo que llevaban a cabo –ayudar a niños en zonas de guerra–, pero que no estaba seguro de que eso fuese lo que deberían hacer: «Las organizaciones caritativas, y demás ONG, se suman a las aventuras de nuestro gobierno en el extranjero cual buitres licenciados en sociología, alimentándose de la carroña que queda en el campo de batalla. Se posan durante unos meses o unos años, publican en casa discos con colaboraciones de famosillos para financiarse y luego levantan el vuelo en busca de más Humanismo con el que alimentarse».

Un par de días después, la abogada de The Independent me llamó para informarme de que niños de la guerra preparaba una querella por difamación contra el periódico. Ambos nos reímos larga y amargamente, y ella –o sea, la abogada– apuntó que mi artículo no sólo era de lo más ponderado, sino que los de Niños de la Guerra quedarían como unos perfectos idiotas si iban a juicio por algo así; y tendrían que reconocer en público que habían invitado a un notorio polemista para que les guiara hasta el becerro de oro, pero que de momento se dedicaban a balar porque les estaban esquilando a ellos.

De todos modos, no podía evitar sentir cierta lástima por la simplona y francamente ovina Anna, que me recibió en la recepción de la oficina de ventas de Nakheel (lema de la empresa: «nuestra visión inspira a la humanidad»), donde me senté con cierta prevención bajo otro retrato del preclaro dirigente. tras intercambiar saludos, me llevó a una enorme habitación lleno de maquetas arquitectónicas. «¡Ooh!», exclamé. «Me encantan las maquetas. A veces son mejores que cuando se hacen realidad». «A veces» es la expresión que hay que utilizar aquí: no es que yo prefiera modelos a escala reducida de mi mujer y mis hijos, ni aspiro a poseer una reproducción del Panteón o del Partenón, pero cuando se trata de una arquitectura tan inane como la que practica Nakheel, lo mejor es la versión reducida.

Por supuesto, el Mundo en sí mismo también es una maqueta, lo cual suscita la curiosa cuestión filosófica de qué añade la maqueta de una maqueta a la inteligibilidad del asunto que ya aporta una simple maqueta. Levi-Strauss pensaba que la miniatura debía ser la forma arquetípica del trabajo artístico, observando que hasta los frescos de Miguel Ángel para la Capilla Sextina eran miniaturas, dado que el tema central de la cuestión era la propia Creación. La literalidad y el crudo imaginario visual de las construcciones Palm –que Nakheel había definido como una «trilogía», aunque «amasijo» habría sido una descripción más atinada– también me sugieren un poso religioso o, más bien, una ambivalente paradoja islámica, pues aúnan dos pulsiones simultáneas y contrarias: por un lado, se trata de demostrar que el mundo carece de forma hasta que se interpreta con un manual de instrucciones coránicas; y por otro, la cosa consiste en rascarles la barba a los devotos con lo que, en esencia, no es más que un montón de pictogramas vulgares.

Ciertamente, una vez empiezas a observar la península arábiga desde la perspectiva de satélite que te ofrece la visión del jeque Mo, resulta difícil no quedarte pasmado ante la dimensión geo-política de todo esto: están los emiratos Árabes Unidos y Omán, interior y suela respectivamente de un zapato que golpea el suave bajo vientre de Irán, Afganistán y Pakistán. O, posiblemente, una protuberancia más fálica (unida a sus priápicos rascacielos y la lubricación de la comida rápida occidental, el alcohol y la crema solar) que se interna entre las separadas nalgas del resto de la umma: un acto de sodomía tectónica que puede haber sido diseñada aposta para inflamar el honor de los islamistas. Digamos, y reiteremos, que no hay nada que resulte en lo más mínimo gay en los habitantes de los emiratos en sí, a no ser que las cosas hayan cambiado en las dos últimas generaciones. Thesiger reconocía que la homosexualidad era «común entre la mayoría de los árabes, sobre todo en las ciudades». Sin embargo, «se da muy poco entre los beduinos… A veces, éstos hacen chistes sobre cabras, pero nunca sobre muchachos».

Pensé en los joviales iraníes y sus muñecas hinchables, pero dejando aparte los chistes de cabras, no había gran cosa de la que reírse mientras Anna y yo nos encaramábamos a la lancha –manejada por dos marineros de una extrema pulcritud– y se ponía en marcha el motor. La aceleración fue rápida, y no tardamos mucho en surcar las olas dejando un rastro de espuma a la espalda, cual clásico ejercicio de caligrafía arábiga. Las falsas torres Chrysler de Knowledge City se empequeñecían mientras nos alejábamos del largo bulto del Palm y nos deslizábamos junto a Logo Island, una urbanización autónoma de lujo que a mí me recordaba ligeramente una fábrica de cemento. ¡Logo Island! Menudo nombrecito. De hecho, hay un par de islas Logo, una a cada lado de la masa del Palm, y resulta evidente que al jeque Mo le parecen logos de Nakheel estilizados, muy estilizados; un logo al que beneficia la estilización añadida de los caracteres árabes de la palabra «Nakheel». Mola, ¿eh?

La pulcra tripulación, la lancha impecable, el mar chispeante, la chica recién salida de unos cursos de relaciones públicas en una universidad británica de provincias… Sin duda, se me podía perdonar por imaginar que me dirigía a la isla secreta del Doctor Mo –o puede que del doctor Moreau–, donde se me sometería a una atroz vivisección: me amputarían las piernas y me sustituirían el cerebro por uno de un empresario de la construcción. Desde el mar, la barrera del Palm Jumeirah parecía exactamente lo que era: siete millones de toneladas de piedra. Costaba creer que los planificadores de ese charco de cinco kilómetros cuadrados no se hubiesen dado cuenta de que acotar casi por completo una zona tan grande de agua marina acabaría por estancarla, pero así había sido. En cualquier caso, habían conseguido solventar el problema a base de abrir otro canal en la barrera, y ahora –o eso aseguraban sus biólogos marinos–, los intersticios de las diecisiete frondas del Palm eran famosos por su rica fauna y flora: hierba marina, pescado de arrecife, ostras… el típico menú tropical. pero los residentes del Palm preferían un entorno más sofisticado: el buceo se llevaba a cabo en torno a los cascos hundidos de dos aviones F100 Super Sabre (utilizados por las fuerzas aéreas de Estados Unidos en Vietnam), y también se decía que había un lingote de oro de un kilo oculto en el fondo de tan placentera piscina.

Probablemente, a Hamid Karzai –que tiene propiedades en el Palm– o a su hermano, el narcotraficante, le encantaría desnudarse y sumergirse en tan cálidas aguas en busca del botín. Sería una alternativa muy agradable a tener que aguantar el desbarajuste de la vida submarina, por no hablar del de Kabul. La choza de Karzai está justo enfrente de la de Kieron Dyer, el futbolista. Se trata de dos de las ocho mil residencias que han sido metidas con calzador en el Palm, en vez de las cuatro mil quinientas planeadas en principio. Los que habían pre-pagado sus casas fueron informados, de forma nada ceremoniosa, del nuevo diseño dos años antes de que se terminara de construir el Palm. En esos tiempos, claro está, dada la hinchazón de la burbuja inmobiliaria, fueron pocos los que se quejaron (tampoco es que pudieran hacer nada al respecto). Pero ahora, los palmeros estaban viendo cómo su inversión se estaba evaporando en el aire, y los murmullos de los descontentos iban subiendo de volumen.

Personalmente, yo creo que si te compras una casa en una península artificial en forma de palmera y con una extensión de 25 kilómetros cuadrados, te mereces lo que te pase. así pues, quejarse, como hizo un residente de la zona, de que la cosa «no tenía nada que ver con lo que se veía en el folleto» fomenta un cachondeo de lo más humano. Joder, si hasta el propio consultor de medio ambiente de Nakheel tuvo que admitir –mientras defendía el tinglado de la Trilogía– que, «Hay una cuestión filosófica en si la creación de hábitat mediante arrecifes rocosos, vegas de hierba marina y extensas playas para el control de las mareas (setenta kilómetros en Palm Jumeirah) constituye una defensa suficiente para la actividad constructora de nuestra isla». Sí, señor, y la respuesta filosófica a esa pregunta quedaba claramente de manifiesto al ver las grúas paralizadas en la zona en la que se había dejado de trabajar en la Trump International Tower (coste estimado: 2.96 mil millones). «Lo vulgar es para los demás», rezaba una valla situada frente a las grúas, que empezaban a parecer las horcas de las que pendería pronto la civilización. Sí, lo vulgar es para los demás, y lo mantendremos alegremente mientras nos olvidamos de reparar el Atlantis, un hotel de lujo de siete estrellas con la elegancia arquitectónica propia de un gordo rico y cabrón que se te sienta en la cara. Y además, ¿Quién en su sano juicio le pondría a un hotel el nombre de una tierra mítica que se inundó de forma catastrófica? ¿Y quién tendría el valor de alojarse ahí? Así pues, el Atlantis, donde cada habitación tiene vistas al mar o a un tanque de tiburones, se mantiene vacío y putrefacto.

En alta mar, el tipo del timón le dio al cambio de marchas y la lancha pasó de golpear las olas a atravesarlas. toda la línea costera de Dubai apareció ante mí envuelta en una nube marrón de polución: desde los bloques del centro en torno a la ensenada a los pináculos de Dubai Centro y las agujas de su Burj, y de ahí al agusanado Burj Al Arab y el cielo infestado del Club Náutico de Dubai. Todo eso, pensé, es el mundo en toda su torrencial y sucia obsolescencia, mientras que más allá se extiende el Mundo: un planeta desierto y prístino en bajorrelieve. su magma arenoso había sido extraído del fondo marino por la empresa holandesa Van Oord, y luego –utilizando una técnica conocida con el poético nombre de «arcoirización», en referencia a los arcos de sedimentación espectrográfica–, la laguna de nueve kilómetros por ocho había sido retirada a un lado para que apareciera la tierra seca. eso es lo que se hizo. Y el Constructor le llamó a la tierra seca el Mundo, y Él la llenó de isletas de entre cinco y veinte acres, cada una de ellas en forma de una muy querida porción del viejo mundo… y el Constructor creyó que se las quitarían de las manos.

Los precios en el Palm estaban bajando –sí, lo adivinaron–, cosa del cincuenta por ciento en el último trimestre, mientras que aquí, en el Mundo, las cosas iban tirando: se había vendido el setenta por ciento de las isletas, y el treinta por ciento restante –o eso quería hacernos creer Nakheel– andaban muy buscadas. Durante 2009, al igual que en años anteriores, se habían enviado «invitaciones para poseer el Mundo» a unos pocos privilegiados. Por lo menos, así se suponía que funcionaban las cosas, aunque la adjudicación de Great Britain Island (que es como la llama su actual propietario) parece haber sido más problemática. Comprada inicialmente por un consorcio de Galway, al oeste de Irlanda, que ya había sido «invitado a poseer» la isla Irlanda, Gran Bretaña volvió de manera misteriosa –como Laputa– a manos de Nakheel, y luego fue vendida de nuevo, esta vez a Safi Qurashi, un constructor medio asiático, medio británico, instalado actualmente en Dubai.

Una vez en el interior de la barrera de arrecife del Mundo, el barquero apagó el motor, nos deslizamos entre los simulacros de Sudamérica y África y luego aparecimos en la laguna del Atlántico Norte –al cabo de unos tres minutos–, circundando la Península Ibérica y enfilando la costa «francesa». Todos los continentes eran unos arenales informes, aunque vi un Portaloo hacia la supuesta región de Nigeria. Los promotores inmobiliarios habían tenido que analizar el terreno y solicitar permisos de construcción antes de empezar a convertir ese territorio fantasma en algo que diera dinero, pero… ¿Quién sabe? Iban a por todo el mundo, incluyéndole a usted: algunos se interesan por mansiones de lujo aisladas, otros aspiran a la igualdad del «desarrollo mezclado». El consorcio irlandés había pretendido que la isla Inglaterra tuviera un estilo «Grandísima Bretaña» a base de plantificar un hotel de lujo junto a 219 unidades residenciales, mientras que su visión para las reunidas Islas Británicas tasaba las unidades de la isla Irlanda –«Irlanda al sol»- entre ochocientos cincuenta mil y tres millones de euros.

John O’Dolan se había tomado en broma la compra de su consorcio: «Me han preguntado si planeo unir ambas islas». Tampoco pudo evitar cierta ironía celta: «Nos sentimos muy honrados de que Nakheel le propusiera a un irlandés comprar la isla de Inglaterra. Se habló mucho de que Richard Branson y Rod Stewart querían comprarla, y hay gente en Inglaterra muy cabreada porque creía que lo habían conseguido, pero luego resultó que no». El 29 de febrero de 2009, el cadáver de John O’Dolan fue descubierto en un cobertizo de sus propiedades cerca de Galway: a sus cincuenta y un años, este padre de tres hijos, profundamente preocupado en apariencia por su crisis financiera, se había quitado la vida.

En su funeral, el padre Peter Finnerty –amigo suyo desde la adolescencia aludió a la sospecha, muy extendida en Irlanda, de que los bancos habían mostrado una actitud implacable con los negocios demasiado llamativos. «Durante todos los años que conocí a John, nunca incumplió un trato o dejó una deuda sin pagar. Me gustaría plantear una pregunta… ¿Fue señalado John de alguna manera? ¿Tan mal se le trató para que hayamos llegado a esta situación? Creo que esta pregunta es de justicia».

Yo no sabía nada del suicidio de O’Dolan cuando, nueve días después, salté de la lancha a las blancas arenas coralinas de «Alemania». Evidentemente, me sabía muy mal no desembarcar en «Inglaterra»; había pensado avanzar con decisión –a lo veni, vidi, vinci–, recorriendo el terreno de un extremo a otro en vistas a imaginar el paseo por la auténtica Gran Bretaña que pensaba emprender de aquí a un par de años. En los esperanzados recovecos de mi mente –cenadores rosados, chispeantes de luminescencia neuronal– me imaginaba recorriendo los escasos pasos desde la costa sur, atravesando un Jardín de Inglaterra del tamaño de un jardín doméstico; descubriendo, acto seguido, extendida ante mí, una reconstrucción del Londres de Ballard: una muestra de tejados rojos, la forma acuosa del Támesis, junto a ella la contundencia de la urbanización con verja del puerto de Chelsea que Jim había plasmado en «Millenium People». Más allá, el carrusel del ojo de Londres giraría lanzado cual rueda de bicicleta, mientras aún más allá, zumbaría un Heathrow encogido, con sus terminales en forma de pepino y sus aviones moviéndose por control remoto por la pista de aterrizaje para aparcar. Avanzo cuidadosamente por las afueras de «Londres», de parque municipal en parque municipal, hasta que distingo entre mis pies la silueta familiar de la casa de Jim; y ahí estaba yo, a un extremo de la carretera M3 en miniatura, un insecto intentando salirse de un sendero embarrado, mientras rugían en la cercanía las aguas de las presas, y más allá de éstas, Vaughan cruzaba las carreteras arteriales en busca de otra colisión climática, una que significara que… el espacio y el tiempo íntimos de un solo ser humano habían sido fosilizados para siempre en esta telaraña de cuchillos de cromo y cristal congelado. (…) *

Londres, abril de 2009

Traducción de Ramón de España


Publicado originalmente en Granta

jueves, 27 de octubre de 2011

Museos de melancolía- Iain Sinclair





Museos de melancolía
Iain Sinclair


Una investigación sobre los orígenes de la familia de mi esposa, los Hadman, me llevó hasta una oscura pared de la estación de King’s Cross. El padre de Anna consideraba que los Hadman estaban emparentados con el poeta John Clare, que provenía de Helpston, un pueblo cercano al suyo propio. Nuestra investigación sacó a muchos Hadman anteriormente desconocidos de la tierra donde habían yacido, sin que nadie les molestara, durante cientos de años. Algunos de ellos se habían conocido entre sí, pero eran desconocidos para nosotros: vidas resumidas por fechas inciertas e incompetentes transcripciones de aquel apellido. Los registros eclesiásticos habían sido roídos por las ratas, las inscripciones de las lápidas habían sido borradas por el viento de los pantanos. La mayoría de los Hadman nunca se habían alejado más allá de un día de paseo de distancia respecto de su punto de partida, el ahora desaparecido asentamiento de Washingley (en la colina sobre Stilton en Huntingdonshire). Descubrimos que dos de ellos se habían aventurado más lejos. Uno, Oscar, compró un pasaje para América. Registró su destino como 414 West First Street, Sioux Falls, Dakota del Sur. Desgraciadamente, su billete de tercera clase era para el Titanic. El otro, ‘Hadman E.’, fue registrado entre las columnas de los muertos del monumento a los caídos de King’s Cross. Los esfuerzos heroicos de Anna, viajes a
Kew, Clerkenwell, días de rastreo por Internet, establecieron una conexión. Hadman E. era Ernest. De Stilton. Ferroviario en Peterborough, «mozo interino». Ernest falleció en el Somme [Francia] en 1917 y figura en la lista del monumento a los caídos de Thiepval. Existía ciertamente un remoto parentesco con Anna. Su tatarabuelo y el bisabuelo de Ernest eran hermanos. Suficiente para dejarla envuelta en lágrimas y animarla a emprender una expedición al
monumento conmemorativo de la estación. Tuve que abordar este episodio a mi manera:
recorriendo a pie un circuito de las principales estaciones de Londres, para comprobar la visibilidad y la constante presencia de los muertos de las guerras. ¿Cómo los recuerda una ciudad preocupada, los rostros ausentes de un generación perdida? ¿Durante cuánto tiempo sobreviven estos recuerdos en la agitación de la vida contemporánea? Estaciones y guerra: bandas de música, banderas, banderines, torpes abrazos. Niños refugiados con
cajitas colgadas con cordeles alrededor de sus cuellos. Humo, vapor. Pitidos. Transportes de tropas. Rostros demacrados vistos a través de los tablones de camiones de ganado. La distribución física de las estaciones urbanas, en parte alarde cívico, en parte cocheras de puertas abiertas, crea un microclima de ansiedad suspendida: el deseo de caerse dormido sobre un incómodo banco, comer una comida que no necesitas, comprar productos como sacrificio simbólico contra los azares del viaje. Dejar atrás una identidad anterior, arraigada, que te mira mientras te alejas, implica un elemento de riesgo. Las estaciones son lugares aconfesionales de culto, atendidos por incrédulos preocupados. Las leyes del tiempo y del espacio son
diferentes aquí. El narrador de La guerra de los mundos se pasea hasta la estación de Woking para comprobar los últimos boletines informativos sobre la invasión marciana, noticias de otro lugar: los periódicos vespertinos londinenses, cotilleos con porteros, rumores difundidos por visitantes ocasionales de la estación. Las líneas ferroviarias que salen de las grandes catedrales urbanas –Victoria, Waterloo– parecen conectar directamente con apocalípticos campos de matanza. Excavan trincheras a través de un barro denso para emerger en la explosión de la batalla. La ciudad se estremece con los latidos silenciosos de la artillería de piedra, el mudo
estruendo del obús tamaño natural de Charles Sergeant Jagger en el Royal Artillery Memorial de la esquina de Hyde Park. Colocados sobre obeliscos vemos escuadrones de aeroplanos sin motor que nunca levantarán el vuelo. Acorazados de granito se esconden en los nichos. Ejércitos fantasmas se encaraman sobre pedestales temporales en una aventura psicosexual de pesadas capas, máscaras de gas, botas y cinturones. Pienso en la extraña fantasía de la Primera Guerra Mundial de Walter Owen, The Cross of Carl (1931), en la que trenes subterráneos transportan cadáveres todavía conscientes de las trincheras a las unidades industriales, donde serán convertidos en carne. Los raíles plateados que salen de la ciudad se duplican como cables telegráficos. El zumbido de la inteligencia manipulada, en las provincias, ciudades rurales, trae ruidosos ecos de conflictos actuales. En un ambiente de alucinación comunal, compañeros de coros o bandas o clubes de fútbol, hermanos trabajadores, son inducidos a presentarse como voluntarios. Abandonan el arado, el martillo del herrero, el cuchillo del carnicero. Intoxicados con una retórica de sangre y bandera, relatos de atrocidades cometidas por un enemigo bestial, desfilan voluntariamente. Sueños de gloria póstuma. Un monumento conmemorativo en la
iglesia del pueblo. La Gran Guerra infligió un daño psíquico todavía no apaciguado sobre la Inglaterra del siglo XX: las ondas de choque del Modernismo, las fracturas de la pretensión imperial. Las noticias eran ilegibles. Ya no se podía confiar en las fuentes oficiales: era mucho mejor construir tu propio relato a partir de titulares recortados al azar y barnizados e incrustados en los cuadros cubistas. Los zombis de La tierra baldía de T. S. Eliot, q ue
atraviesan el Puente de Londres, la mirada clavada en el suelo, acaban de salir de una estación de ferrocarril. Los muertos están esparcidos, sin enterrar, sin ser reclamados por nadie en Francia y Bélgica. No se han levantado monumentos conmemorativos, todavía no, para recordar a los trabajadores de la ciudad de Eliot lo que han perdido: padres, hermanos, hijos. Publicar el dolor, catalogar los nombres (sin un vulgar detalle forense), era un ritual necesario de convalescencia. Incluso monumentos conmemorativos que ahora nos sorprenden como barrocos o histéricos, fueron criticados en su inauguración por un innecesario realismo. La muerte como muerte: tan morbosa.Tanta gente. Tantos trabajadores ferroviarios; rostros desaparecidos, calor perdido. Apellidos que ya no se oyen: Asplen, Ellege, Ellener, Ellum, Elvidge, Fairminer, Gilderdale, Gladders, Hawnt, Kedges, Markillie, Povah, Rasberry, Shawsmith, Shimelda, Shroff, Snoxell, Smotheringale, Spendiff, Waldie, Waterworth, Wellawise. En los paneles de King’s Cross, están presentes, todos ellos, junto con Hadman E. Los nombres están allí porque los hombres muertos, un uniforme cambiado por otro, no lo están. Los cuerpos individuales no pudieron ser reensamblados, los huesos no pudieron recogerse del fango. «El gobierno de la época», escribió
Peter Ashley en su folleto para la editorial English Heritage, Lest We Forget (2004), «se negó a reconocer el concepto de la repatriación de los muertos, de manera que estos monumentos se convirtieron en los puntos focales para expresar el dolor». Los caídos de King’s Cross aparecen uniformemente en letras mayúsculas: un diseño sencillo, negro sobre gris. Los monumentos conmemorativos son pequeños incidentes de amnesia cívica, una manera de olvidar. Si colocamos algo así sobre una pared alta, nadie lo ve. Hace años, trabajé acarreando sacas de correo navideño, en Liverpool Street, King’s Cross y St Pancras, pero no tenía una imagen clara de los monumentos a los caídos. Un determinado día, el 29 de abril de 2005, uniría las estaciones terminales de Londres en un circuito de la memoria. Anna decidió que le gustaría venir conmigo, una parte del trayecto.Mientras masticaba mi muesli, contemplé un drama que se representaba justo al otro lado de la ventana; una urraca clavaba su pico en el vientre de un ratón, que estaba vivo pero inerme, boca arriba, moviendo desesperadamente las patas. Anna estaba encantada: un roedor menos que envenenar. El pájaro voló hasta el tejado del cobertizo, para disfrutar mejor su bocado. El paso de una ardilla le asustó. El ratón moribundo o muerto se soltó de sus garras y cayó rodando por la pendiente mohosa.Londres anticipa el desastre. Y, en esa temerosa anticipación, lo incuba. Tanques bien visibles patrullan por la valla que rodea el perímetro, marcando los límites de riesgo: Heathrow, el centro comercial de Bluewater. El personal de las fuerzas aéreas estadounidenses, se anunciaba, no podrá entrar en la M25. Al
afirmar que los horrores futuros son inevitables, los políticos nos invitan a adaptarnos al infortunio presente.A las siete y media de esta mañana de abril, coches patrulla recorren ruidosamente las calles, con su falsa vigilancia del limbo preelectoral, para cazar a los reincidentes e invadir los antros de fabricación de droga que cambian de sitio antes de que la brigada de acción rápida atrape al «camello expiatorio», que acaba esnifando en las celdas. Una desaparición importante es el puente del ferrocarril que antaño transportaba, además de pintadas en defensa de los condenados George Davis y Reggie Kray, a pasajeros desde Dalston
Junction hasta Broad Street: una encantadora vista aérea de industrias, canales, propiedades domésticas y comerciales, de Shoreditch a la City. Veías exactamente dónde estabas. Por una tarifa simbólica (a veces gratis), te convertías en un espectador privilegiado. Ahora hay planes más grandiosos en curso y tenemos los bloques de apartamentos, el polvo y el ruido y los derechos de paso cancelados para demostrarlo. Todo lo que queda, como ásperos muñones abiertos que muestran la memoria del puente, es una serie de pilares circulares de color rosa, coronados por unos pedestales planos sobre los cuales no se levanta nada. Los pilares han sido
personalizados por las poco elegantes firmas de grafiteros, el aerosol se convierte en el equivalente de la pata levantada del perro.
Desde el canal (los desaparecidos Gainsborough Film Studios, modernizados con escalinatas en cascada y apartamentos angulares, y difuminados letreros comerciales sobre ladrillo diseñados para ser leídos desde las barcazas o los trenes al pasar), aparecemos en los altos de Islington: esa famosa vista descendente hacia las locas espirales de St Pancras mordisqueadas por los murciélagos. Un ejemplo de arquitectura pretendidamente fabulosa, pero impracticable. Agujas grises sobre ladrillo rojo. Un millar de ventanas de renacimiento gótico con un sombrero oscuro en cada una de ellas. Hay una nostalgia residual de suciedad, heroína, cocaína, hierba, condones tirados, salones de masaje de cristales oscuros, platos para limosnas, perros pulgosos, atracadores, chaperos, antros de comida rápida, cámaras espías para optimizar los ingresos por multas de tráfico en nombre de ese dios corrupto, la ecología. La zona apesta: a pelo grasiento, sudor, movimiento espamódico. A miedo
inespecífico proveniente de los controles de vigilancia. La condición urbana: suspensión de realidad. Una multitud de viajeros evitan el contacto y la colisión. Se disculpan. O discuten interminablemente y a gritos con los invasores uniformados de la intimidad. Toda esta mezcolanza está asegurada, una vez más, por una futurología nocional. La Ciudad Radiante todavía está por venir, conectada a Bruselas, aderezada con la mantequilla del euro. Y en algún lugar, detrás de todo esto, Antony Gormley tiene una fábrica-refugio dedicada a procesar recortes de Gormley desnudos que se necesitan en todas partes para convalidar Ciudades de la
Cultura ricas en petróleo: desiertos, aeropuertos, autopistas, zonas de hipermercados, museos y centros comerciales. Gormley no es un escultor de monumentos de consuelo, un técnico del dolor capaz de curar los traumas. Es un místico práctico, un filósofo de espacios que de otro modo pasarían desapercibidos: montículos en los bordes de las autopistas, plataformas en las riveras de los ríos. Va por delante del siguiente proyecto de urbanización. Interrogado sobre la reproducción obsesiva de su propia envoltura corporal, responde: «quier o enfrentarme a la existencia».No podemos llegar al monumento conmemorativo: un carro cargado hasta los topes ha sido colocado delante del muro, con montones de ejemplares multicolores del diario de usar y tirar. ¡Todo gratis! Una guía de televisión que los viajeros mañaneros no están dispuestos a aceptar. Los turistas, tambaleantes con sus bultos de peregrinos, se resisten a aumentar sus cargas, pero sospechan que podría ser obligatorio. Aceptan la revista, la huelen y la tiran a la papelera tan pronto como pierden de vista a su benefactor. Las mochilas parecen Bergens de las SAS británicas [fuerzas aéreas especiales] vistas por última vez en el escenario de la Guerra de Las Malvinas: los viajes son ahora una operación militar, una prueba de resistencia. La mayoría de los programas de televisión de esta noche, según parece, han sido entregados a la franquicia de Hitler. Es posible que haya perdido la guerra, pero arrasa en los índices de audiencia. Dos horas y media de Hitler in Colour (Hitler a todo color), seguidas por Uncle Adolf («Tío Adolfo», un drama «basado en hechos reales» que se centra en la bochornosa relación del Führer con su sobrina Geli Raubal). La BBC2 ofrece The Nazis: A Warning from History (Los nazis: una advertencia de la historia). Por lo demás, programas de billar. Y repiten Dad’s Army (El Ejército de Papá).Los paneles que anuncian a los muertos de la guerra son invisibles para los usuarios que atraviesan la estación, clientes de la apatía. El falso techo no ayuda. Tampoco las cámaras elevadas de circuito cerrado de televisión que mantienen su vigilancia sobre la cola permanente del cajero automático. Te pones a buscar en la lista a un pariente perdido y quedas atrapado en el encuadre de vigilancia. Las cámaras sobresalen como erizos. Cualquier persona que saque dinero o que compre un billete de tren es culpable. Estás en el bucle de memoria de la estación, grabado en cinta: eres parte del cine involuntario de la vida metropolitana. Esta esquina oculta está pensada para no tener descanso, para que no dejes de moverte. Se eriza con los avisos de «Información de seguridad» que significan una condición contraria: la imposibilidad del libre tránsito. Los viajeros exhaustos desdeñan la placa conmemorativa: once columnas con ochenta y seis nombres en cada una.La razón de ser del puesto de información convenientemente situado es atenuar el pánico mediante una pequeña isla de calma en un océano de caos. No hay mozos. Unos grandes paneles informativos, con destinos míticos, hacían girar sus letreros como máquinas tragaperras. La naturaleza de la información que las placas giratorias podían transmitir es un secreto: no pueden decir lo que no saben. Y no saben lo que te dicen. Son
meros conductos; transmiten, a aplicaciones personales correctamente entregadas (en inglés), sosegadas y apacibles evasiones. Ofrecen una terapia, un consuelo analgésico, no hechos innegables.«¿Incendio?», dijo el hombre, ofendido. «¿Qué incendio?». La mujer, más joven, sabía algo sobre ello. «Pregunte a Wally», sugirió. Pero ya habíamos hecho eso, ya habíamos buscado al uniformado más antiguo de la estación, en nuestra anterior búsqueda del nombre de Hadman E. No molestemos otra vez a Wally. Sus conocimientos locales son un blasón de honor. El tristemente famoso incendio del Metro, en 1987, es la vergüenza del lugar; lo mejor es olvidar los malos tiempos. Descendemos por la rampa hacia un laberinto de pasillos subterráneos. «Hubo un incendio», grita la mujer a nuestras espaldas. «La estación ardió hasta quedar
hecha cenizas».No encontramos ni rastro de esta todavía poderosa fábula. Unas mamparas de yeso ocultan las anteriores paredes. No hay ninguna placa visible, ningún monumento conmemorativo de esa pérdida de vidas. Pero, cuando ascendemos hacia la luz de la calle, en Euston Road, veo a un oficial mayor, aunque más joven que Wally, un hombre que se mantiene en posición de firmes. Un raro oficial que sabe exactamente dónde está. El hombre explica: el monumento conmemorativo del desastre de King’s Cross ha sido retirado, guardado en un
almacén. Reformas. Si buscamos con suficiente intensidad, encontraremos un cartel informativo: un monumento conmemorativo del monumento conmemorativo. El incendio del ascensor de la línea de Piccadilly, el 18 de noviembre de 1987, mató a 31 personas. La placa ha sido trasladada a Acton, el almacén del Museo del Transporte de Londres, donde puede ser visto, mediante cita, en «fines de semana abiertos». El
monumento conmemorativo del incendio, nos prometen, será devuelto a su sitio. «Será reinstalado al finalizar el Proyecto en una zona pública de la estación». Y una cosa más: «Recurriremos a expertos para poner el nombre del señor Alexander Fallon en la placa, anteriormente identificado como víctima sin nombre».Incendios, choques de trenes, bombas y bombardeos aéreos: las estaciones principales, inconscientemente, se han convertido en nuestros museos melancólicos. Con el paso del tiempo, los monumentos pierden su función original, de ofrecer un lugar a los muertos homenajeados, y se convierten en mobiliario urbano, obstáculos, curiosidades. En Internet se ofrecen monumentos conmemorativos descatalogados para su venta a coleccionistas privados. O son retirados al National Memorial Arboretum de Staffordshire, un parque temático de símbolos redundantes: leones, osos, águilas. Existe incluso un hombre
con los ojos vendados, fantasmalmente blanco, que Peter Ashley cree que podría ser un homenaje póstumo a los soldados ejecutados por abandonar la batalla.La siguiente estación, en nuestro paseo hacia el oeste, nos deja frustrados. La grandilocuencia de mazapán y papilla de St Pancras es impenetrable, está acotada, protegida por guardias de seguridad. Se puede visitar la vieja estación los sábados y domingos de once de la mañana a una y media de la tarde. Y por
supuesto lo hago. Recientemente, los enormes pasillos, las decadentes salas públicas y las impresionantes escaleras han sido un escenario escogido para sesiones de moda y promociones musicales. Las Spice Girls tuvieron su lanzamiento allí, y un sótano frío y húmedo fue convertido en un antro de opio para Johnny Depp en la versión filmada de From Hell de Alan Moore. El monumento conmemorativo de la guerra se mantiene fuera de los límites mientras se produce el cambio que convertirá mágicamente las dependencias de la antigua estación en apartamentos de lujo para la Manhattan Loft Corporation y el resto en un reluciente Hotel Marriott.
St Pancras no tiene que ver con ir a ninguna parte, ya no: tiene que ver con la arquitectura, antaño admirada, posteriormente menospreciada, ahora restaurada. Tiene que ver con el enlace ferroviario del Túnel del Canal: otro grandilocuente proyecto más. «El mayor centro de transportes de Europa, según nos dicen los proyectos. La estación fue bombardeada en 1917, pero los trenes siguieron funcionando. Nuestro error es evidente, consiste en vivir en el pliegue entre la anticuada niebla de una ciudad que anda a tientas (privilegios para los privilegiados) y una ciudad que es prometida, pero que nunca llega del todo (se queda en la línea).
Cuando finalice el monstruoso maquillaje, las estaciones gemelas, parque ecológico, depósito de gas reubicado, hoteles, pisos y nuevas urbanizaciones a orillas del canal convertirán este lugar en «uno de los lugares más accesibles de Europa». Accesible al bombo publicitario, al dinero rápido, a los sueños olímpicos y a todas las células y grupúsculos del terrorismo internacional. Porque ahora los terroristas, como todos los demás hombres de negocios y soldados rasos corporativos, son aficionados a las sesiones de navegación en canoa o a los prácticos gimnasios. Por el momento, en el letargo de futuras emociones y actuales frustraciones, nos unimos al barullo de peatones nerviosos que cargan con bolsas a lo largo de una zanja entre zonas de obras.
Las barreras de plástico rojo y blanco son obras de arte conceptuales que sirven además como protecciones. Los edificios heridos han sido vendados para someterlos a una cirugía cosmética electiva. El viento suelta ráfagas de neblina como el último aliento de un moribundo, suelta ráfagas de polvo rojo alrededor de nuestros pies. No existen monumentos conmemorativos en la estación temporal. Las guerras actuales no se mencionan y las guerras antiguas han sido olvidadas. Una «Aviso de seguridad» promete una completa cobertura de circuito
cerrado de televisión en las zonas públicas y la «seguridad física» de todas las instalaciones y equipos.
Al abrirnos camino hacia Euston, la última parada en la tríada de Euston Road, un Sickert entre
estaciones, inspeccionamos el geómetra blakeano de Eduardo Paolozzi, esteroidal y con la espalda rota, sobre su pedestal frente a la Biblioteca Británica, bajo la pertinente sombra del Novotel. Newton desnudo (patrocinado por la casa de apuestas Vernon) es el verdadero arquitecto de esta visión retorcida. He aquí un símbolo adecuado de la ciudad corporativa. La Jerusalén de Blake reimaginada por un comité decidido a cubrir cualquier cambio y cualquier marca cultural. El compás del gigante hace sus terribles cálculos en la suciedad de las zonas de obras. En su profético poema, Europa, Blake escribe que el «poderoso espíritu... de la tierra de
Albión, llamado Newton» es el único que tiene poder para hacer que suene «la trompeta del juicio final».
El patio de la Biblioteca Británica es un terreno de pasto para atracadores: docenas de inofensivos y tiernos académicos, que esperan para entrar, agarran lo que son obviamente ordenadores portátiles, softwareen bolsas blandas. Se han adaptado al concepto del foro, el espacio cívico aderezado con sus indicaciones escultóricas. Se sientan donde pueden, sobre muros bajos, sobre los bancos curvos de piedra de un bonito anfiteatro adornado con ocho rocas de Gormley: Los planetas. La zona de Gormley refrenda la remodelación de la biblioteca, una impronta cultural: serenidad, cosmología medieval que firma su tratado con la física
contemporánea. Los planetas como estados de ánimo, como nuestros guías y mentores. Polvo humano llevado a reconocer su propia mortalidad, los espacios infinitos dentro de las células más minúsculas de nuestros cuerpos. Partes de cuerpos son prensadas en las balas de cañón de Gormley, sus rocas sobre pedestales; brazos, piernas, manos. Las ocho piedras son como trozos calcificados y recuperados de las cenizas de Pompeya o Herculaneum. Rastros vivientes impresos sobre basalto. Detrás del anfiteatro hay un seto cuadrado que contiene un árbol dorado-rojizo, un arce japonés; un árbol de monedas de bordes afilados. No te puedes aproximar al árbol a través del laberinto del seto fuertemente recortado; está aislado, solitario. También este árbol tiene su placa; es un monumento conmemorativo viviente, plantado el 12 de junio de 1998: «En memoria de Anna Frank y todos los niños muertos en las guerras y conflictos de este siglo». La placa incluye una cita del diario de Frank: «Veo que el mundo se transforma lentamente en una jungla, oigo la tormenta que se acerca y que un día me destruirá a mí también».
Llegados a este punto, mis anécdotas peatonales sobre lo que encontramos en Euston, Marylebone, Paddington, Victoria, Charing Cross, Waterloo, London Bridge, Liverpool Street, se volvieron repentinamente redundantes, rebasadas por los acontecimientos del 7 de julio, las cuatro bombas que estallaron en Londres. Con otras cuatro exactamente dos semanas más tarde. Explosiones aparentemente orquestadas por el compás de Newton: Norte, Sur, Este, Oeste. Contemplada en este entorno, junto a los Planetas de Gormley, la numerología era perturbadora. La expedición original, que registraba los nombres de ferroviarios muertos, las eliminaciones, era una alucinación, una fuga de un sonámbulo en el periodo de calma antes de los ataques de
Londres que utilizarían King’s Cross como el desencadenante de una maligna reacción en cadena.
El 14 de julio, el transporte ya funcionaba de nuevo con normalidad, el autobús 30 subía ruidosamente la colina desde King’s Cross mientras yo descendía de nuevo, hacia la estación. Había más peatones, ciertamente, más mochillas, pero los pasajeros se mostraban tan estoicos, preocupados y químicamente adaptados como siempre. Miraban hacia delante, impacientemente, hacia el próximo Harry Potter, un anuncio semitransparente que dificultaba la visión desde la ventana. Un arma, un peso reconfortante en el regazo. Potter utiliza el Andén Nueve y Tres Cuartos en King’s Cross: los aprendices de magos tienen que aprender a pasar a través de las sólidas barreras entre los andenes 9 y 10. Supongo que son capaces de sortear los sistemas de vigilancia. Los invisibles de la ciudad real no aparecen en el circuito cerrado de televisión hasta que están muertos, hasta que todo ha terminado y una ficción adecuada del pasado es editada por políticos y jueces.
Las colas normales de transeúntes, muchos de ellos aparatosamente cacheados por docenas de policías de chaleco amarillo o por guardias de seguridad de la estación con chaquetones de color «grosella y natillas», se alargaban interminablemente con personas que deseaban mostrar su dolor. Aguardaban pacientemente, con homenajes florales en recipientes de plástico con agua, a que les llegara su turno en el pequeño jardín de la memoria que se había formado alrededor de un árbol en una esquina no acotada en la fachada de la estación, entre Euston Road y York Way. A pesar del sombrío aspecto de los testigos, este templo multiconfesional parecía mexicano: una masa de colores contradictorios, camisetas de fútbol adaptadas, banderas con inscripciones, osos rosas, perros blancos. La luz del sol relucía sobre el celofán. El tronco del serbal blanco
desaparecía en un túmulo de flores ladeadas. Una mujer con uniforme de la Cruz Roja estaba junto al árbol, sosteniendo discretamente a su espalda una caja de kleenex. En el punto de entrada, se apilaban más cajas de pañuelos de papel, listos para hacer frente a un estallido de emoción confusa. Un accidente inadvertido de arquitectura ferroviaria, un adecuado no lugar, era el espacio consentido de la memoria, un claustro de flores momificadas. La muerte de la princesa Diana era el patrón del dolor público en la ciudad. Una valla, que protegía un palacio real, enterrada en claveles, azucenas, rosas, en ramos profesionalmente preparados, o manojos de lavanda recogidos de jardines privados. Ahora, este camino generalmente restringido limitado era el centro de atención para hileras de cámaras a las que no se permitía el acceso, mantenidas a distancia; los entrevistadores se entrevistaban unos a otros, hablaban con la policía, bostezaban, esperaban. Los rostros de los desaparecidos, algunos reproducidos en serie, eran clavados en paredes de yeso y adheridos a los cristales de las paradas de autobuses. En las cabinas telefónicas, los retratos de los ausentes competían con tarjetas para prostitutas. Algunas eran ingeniosas impresiones de ordenador, otras tan crudas como fanzines de la era punk. «¿Puedes ayudar?». Un triste tríptico de recuerdos grabados en vídeo, momentos especiales en una vida perdida, desplazaban a una destrozada octavilla referente al ya olvidado desastre del tsunami.
Poco antes de mediodía, vuelvo a la plaza de la Biblioteca Británica. Un puñado de hombres, sin camisa, cubiertos de tatuajes, pronuncian obscenidades muy audibles y juegan al pitch-and-toss
*(N. del T .: Juego que consiste en el lanzamiento de monedas contra una pared; quien gana se lleva las monedas de los demás)en el anfiteatro de Gormley. Es un lugar muy idóneo para esta actividad. Turistas nerviosos bordean el foso y se dirigen hacia el café al aire libre. Pero entonces, de un modo totalmente inesperado, cuando se anuncian los dos minutos de silencio, los jugadores se inmovilizan y se ponen firmes como si estuvieran en un desfile. Los turistas, perplejos, son sorprendidos a medio camino. Son figuras de Lowry, negro sobre ladrillo rojo, casillas del tablero de ajedrez. Londres no está acostumbrado a semejante silencio, a que no se oigan sirenas de policía, ambulancias, taladradoras; se paraliza por completo el tráfico en Euston Road sin el rumor de fondo de frustración y mal humor, el parloteo de las conversaciones telefónicas, las bocinas de los coches. La quietud de algo absorbido de la atmósfera, una respiración aspirada y sostenida. Dos minutos, entonces, es un tiempo largo, necesario: en el que puede experimentarse la proyección de Gormley del vacío de nuestros cuerpos, el difícil mecanismo de mantenerse firmes sobre un trozo de suelo en movimiento.
Parecía un día perfecto para pasear por las obras del enlace ferroviario del Túnel del Canal, los extensos terrenos aplanados y protegidos alrededor de las estaciones. Itinerarios conocidos detrás de King’s Cross y Pancras han tenido el acceso prohibido durante años; únicamente las visiones fugaces desde los trenes que pasan por la línea elevada del norte de Londres transmiten una sensación del progreso de esta inmensa obra de ingeniería civil. Barrios destartalados como Somers Town hace mucho tiempo que han desaparecido y los montículos polvorientos son un recuerdo urbano invocado por nuevos montones de basura, grúas gigantescas.
Abandonada e ignorada, en el centro secreto de toda esta actividad se alza la vieja iglesia de St Pancras [St Pancras Old Church], en su montículo pequeña colina sobre el ahora sumergido y canalizado río Fleet. Las empresas de construcción y consorcios y organismos semiautónomos asociados con este inmenso proyecto celebraron numerosas reuniones, debates, presentaciones privadas y semipúblicas. Tuvieron cuidado de no aparecer como destripadores de terrenos, como explotadores ciegos del tejido de la ciudad. Cada nuevo bloque tenía su sombra de parque ecológico, cada piratería un artista residente. El poeta más profundamente implicado en la geografía visionaria de King’s Cross fue Aidan Dun. Su ciclo largamente meditado, Vale Royal,
fue publicado en una bonita edición limitada en 1995. Dun fue invitado a dirigirse a los
constructores y ciertamente retribuido por ello. «Kings Cross –declaró– ha ejercido una
magnética atracción a lo largo de los siglos. Los artistas, los poetas, con su presencia, han convertido este lugar olvidado en un lugar majestuoso». Dado el manifiesto poético de Dun, basado en una lectura de Blake, una interpretación del dibujo de colinas y ríos, los acontecimientos del 7 de julio pueden verse como la consecuencia inevitable de nuestro
rechazo a recordar, nuestra amnesia colectiva. La ciudad de oro de Blake, sus pilares alineados con la topografía de Londres, ha sido deliberadamente desechada. Las leyendas de Chatterton y Rimbaud, de Shelley, su asociación con la vieja St Pancras, han sido olvidadas. Dun reconoce que las invocaciones bucólicas del río Fleet, sus nadadores, su ganado, sus pescadores, no son más que grabados nostálgicos colgados en la iglesia cerrada para hacer frente a la tormenta que se avecina. «La fetidez agridulce de la combustión de carne infantil / flota por las calles de Londres». Dun ve un patrón repetido de sacrificio como consecuencia de nuestra
negativa a reconocer los mitos originarios de este lugar desdeñado. «La flor envenenada de una necrópolis militar, / con perfumes de azufre».
La iglesia elevada sobre este montículo aparece ahora como un pensionista avergonzado, suspendido en los límites exteriores de la zona de construcción. Los operarios del enlace ferroviario del Túnel del Canal han levantado una pared protectora de color verde y ofrecen además una «línea de ayuda 24 horas» junto con la extensión de ese ubicuo plástico rojo y blanco: más barreras protectoras. Un enclave protegido pero medio oculto, sombreado y atractivo para los transeúntes urbanos de picnic. Me decido a entrar, como a menudo lo
hacía cuando trabajaba como cartero ferroviario. Entré en la iglesia por primera vez el 16 de mayo de 1973.
Hice una anotación sobre este hecho, sobre mi visión de la lápida del siglo VI de San Agustín debajo del paño del altar, el dibujo de cruces sencillas. «La iglesia –escribí– forma parte de la línea Northern Rail [del Metro de Londres]. Bebe de antiguas fuentes cristianas». Una semana después de las primeras bombas, he vuelto, por casualidad, a la hora en que se abren sus puertas. Incienso, cantos grabados, luz tenue; una mujer joven está de rodillas, absolutamente quieta, junto al estante de velas encendidas. Es checa y deja un mensaje en el libro de visitantes, donde expresa cuánto consuelo encuentra aquí. Se escenifican los rituales privados sin el boato
del templo de King’s Cross: las flores, las ofrendas de camisetas, los colores. La iglesia es de piedra y arena, toda ella descolorida y tiznada. Dos hombres entran al mismo tiempo. Uno de ellos, con elegante camisa de rayas, compra su vela, se arrodilla, hace sus gestos y sale. El otro, sucio, hecho jirones, enfadado, pide prestado para pagar su vela, se desploma, baja la cabeza, permanece en el sitio durante unos minutos y sale con paso vacilante. En el salón parroquial, da una patada contra la puerta del servicio. Las paredes de la iglesia están adornadas con grabados, acuarelas: la vieja St Pancras tal y como nunca existió. El icono más inesperado es una fotografía de los Beatles, colocada en el marco de la puerta occidental. Ringo, George y Paul se reclinan
contra el arco normando dentado, mientras que John se inclina hacia la cámara; su puño levantado es una imagen borrosa. Creo que esta fotografía proviene de una sesión con el fotógrafo de guerra Don McCullin el 28 de julio de 1968. Se cita en los libros de referencia como el «Día loco». La tropa póstuma se desplazó por un extraño y azaroso paseo por Londres, una versión de la geografía dictada de Aidan Dun o William Blake. De la vieja iglesia de St Pancras a Old Street Roundabout y de allí a Farringdon Road y Wapping Old Stairs, donde Lennon se tumba en el suelo y se hace el muerto.
St Pancras fue un niño mártir que dio su nombre a numerosa iglesias, un hospital, una estación de ferrocarril. Aparece pintado en un cuadro colgado en la pared de la casa sacramental de la vieja iglesia (cuyo tabernáculo fue robado en 1985). En su mano izquierda sostiene una cruz bizantina, una extensión de la cruz de tao. Un sitio web islamista argumentó que las bombas habían convertido a Londres en una «cruz ardiente» cuyo pivote habría sido la estación de King’s Cross, el punto de reunión desde donde los terroristas emprendieron sus mortíferas misiones. Un fallo del servicio en la línea Northern Line había desbaratado sus planes.
Un jardinero con camisa verde, el pelo recogido en una coleta, al verme leer en una lápida el borrosohomenaje a «una de las pocas personas que salió del agujero negro de Calcuta», se ofrece para hacer el recorrido completo: John Soane, William Godwin y Mary Wollstonecraft, los «Tres de Hardy». Las obras, como en los tiempos de la construcción del ferrocarril, provocan una gran confusión. Se destroza tumbas, los monumentos se tambalean como si estuviesen ebrios, aparecen socavones en la tierra. Si no se pisa con cuidado, se puede acabar en una cripta. El tejido de la ciudad no puede ser sacudido, taladrado, cubierto de zanjas, día tras día, sin coste alguno. No siempre es tan insignificante como el hundimiento de un supermercado Tesco en un túnel de ferrocarril excavado a cielo abierto. Londres se ha quedado sordo, tiene los ojos enrojecidos, está traumatizado. Se las apaña lo mejor que puede. Contamos nuestras historias a la cámara como en una confesión pública. Las víctimas reproducen incidentes horrorosos como una forma de exorcismo. Los acusados son observados y grabados por instrumentos diseñados para no hacer ningún juicio moral. La ciudad está paralizada mientras relatos contradictorios luchan por la credibilidad.
De nuevo en el canal, de regreso a casa, hay más paseantes que nunca, más bicicletas. Nada perturba el sentido del absurdo de Londres: un hombre negro, completamente desnudo, hace ejercicios sobre un banco, estiramientos, inclinaciones, gruñidos, mientras mira, a través de las aguas, hacia la zona de obras sin terminar, el jardín ecológico y las grúas. Junto a él, una mujer de mediana edad se sienta y come unos sandwiches, sin prestar atención al hombre sudoroso, doblando los bordes de su desgastado ejemplar de Harry Potter (releído hasta el olvido en preparación del siguiente acontecimiento). Cuando me acerco a Hackney, veo una nueva pintada en letras negras: Fallujah Londres. Bombas = Bombas.
No era sencillo, pero persistí. Tenía que ver el monumento conmemorativo del incendio de King’s Cross en el depósito del London Transport Museum de Acton. Los funcionarios de este hangar fueron agradables, serviciales, pero en cierto modo parecían afectados: como combatientes apartados del frente. «Mi espalda», dijo el hombre de ojos lechosos que nos llevó al pasillo lateral donde se almacenaban las dos lápidas conmemorativas. El depósito es un almacén estilo Ikea de recuerdos del transporte, archivados, envueltos y escondidos. El mozo del almacén agarró una banqueta para que yo pudiera fotografiar los paneles de pizarra con sus 31 muertos. Andy Burdett, B.A. (Hons), Jane A. Fairey, B.A. (Hons): distinciones académicas añadidas
a la lista. Mohammed Shoiab Khan, Rai Singh, Ivan Tarassenko. Las letras son sencillas; el monumento conmemorativo, financiado por la King’s Cross Disaster Fund, está protegido por capas de plástico. Las losas permanecerán en este lugar tranquilo, en este almacén, hasta que finalicen las obras de la estación.
El depósito es inquietante. Tenemos libertad para deambular, para examinar cualquier cosa que se nos ocurra entre los objetos amortajados y solitarios, los fragmentos conservados de un Londres anterior. Hay bucólicas litografías de Metroland, realizadas por Lawrence Bradshaw y John Mansbridge. Una fotografía en blanco y negro de pasajeros en el piso superior de un autobús: todos blancos, mujeres con el pelo ondulado, hombres con camisas blancas y corbatas, sin equipaje, sin cargas. Otra era, tan remota e independiente: un periodo de calma entre guerras. Hay también un extraordinario dispositivo, una especie de torpedo vertical con
una puerta lateral. Esta carcasa metálica gris es un refugio antibombardeos para una o dos personas, miembros del personal exclusivamente. Los refugios se situaban en «lugares vulnerables», de manera que los ferroviarios pudieran disfrutar de la experiencia de ser enterrados vivos en un doble ataúd con una escotilla de escape.
Los autobuses de color rojo oscuro relucen, sus ventanas brillan. Inmaculadas antigüedades como el 236 a Leyton High Road, pasando por Highbury Barn, Queensbridge Road, Hackney Wick. El transporte de Londres alcanza por fin la perfección: no va a ninguna parte. El horror de un sistema que se desmorona, el viaje de pesadilla para llegar a Acton desde Dalston Kingsland, es refutado por esta ciudadela de maravillas. Paseamos por plataformas de metro vacías, un cine de objetos ejemplares y sin guión. J. G. Ballard, en un ensayo sobre el director de cine Michael Powell, sugería que el drama en la novela «seria» del futuro «pasaría de [las cabezas de] los personajes al mundo a su alrededor». Nada de monólogos interiores, nada de sátira
social: sucesos absurdos y crueles relatados sin emoción. Esto parece predecir la mirada fija de los retratos fotográficos en los carteles de «desaparecidos»; las difusas grabaciones en vídeo de sospechosos que corren, tropiezan, esconden la cabeza: imágenes en movimiento. Escenas agrupadas a partir de improvisaciones en teléfonos móviles. Primero observas la cámara en el tejado y luego estalla la bomba. La nueva ficción de la ciudad es editada a partir de fragmentos sin autor, mientras que las fantasías egoístas de los políticos se pudren en oscuros cobertizos y almacenes subvencionados. Montados en estas plataformas virtuales, pasamos por el prototipo de Crossrail, por los trenes limpios y elegantes que nunca saldrán de sus cocheras. Y entonces
Anna, a quien le disgusta el viaje en metro, se da cuenta de que las puertas deslizantes de entrada a uno de los vagones están abiertas. Duda y luego entra. No está sola. Otros la han precedido. Maniquíes. Los muertos en vida. Figuras utilizadas para probar explosiones de bombas: están vestidos, inmovilizados en sus posturas, criogénicamente congelados. Entre todos estos trenes parados, en el silencio del vasto hangar con su techo redondeado, estos son los únicos pasajeros, que esperan pacientemente a puertas que nunca se cerrarán.
Vestidos de verano, precisos en cada uno de sus pliegues y arrugas, con colores y dibujos de flores, están hechos en yeso. El pelo es demasiado exuberante. La vampiresa de la puerta, de pie, aunque haya numerosos asientos vacíos, tiene los labios pintados de rojo escarlata. Ojos como de gata. Un soldado permanece sentado, intentando descifrar un mapa del metro. Una mujer de siniestra sonrisa señala el suelo. Otro sonriente autista, con camisa de cuello abierto, traje gris, lee un folleto del «Festival of Britain». Un auténtico londinense, de juerga, con corbata americana, se peina su pelo muerto. Ellos son, bajo esa tenue luz, más que realistas, pero
ha habido un error de cálculo: sus pies no llegan al suelo. Y allí permanecen, antes de que el espectáculo comience o después de que haya terminado, el último público. Los que se sientan y sonríen, sin memoria, ni tiempo, ni palabras. Los que no tienen obligación de descifrar el sentido de la ciudad que los contiene.



© Iain Sinclair / LRB
Traducción: Antonio Fernández Lera

Publicado originalmente en Xavierarribas.com